BB SAGA


► UNA MANCHA EN LA PARED


Acabó de darle el biberón y puso a su bebé, un niño de cuatro semanas, sentado en su pierna mientras, cogiéndole por el cuello para sujetarle, le daba palamaditas en la espalda para que expulsara el aire que había cogido al succionar la tetina del biberón, "que cuello tan pequeño, lo rodeo con una sola mano... cuanta fragilidad" pensaba. Tras un par de minutos y varios graciosos eructos, el pequeño empezaba a adormilarse, así que lo dejó en el mecedor.

Se acercaba la tarde y ya empezaba a ponerse nervioso. A partir de las ocho de la tarde al bebé le daban ataques de los famosos cólicos del lactante. El pequeño lloraba desconsoladamente, agitándose y retorciéndose como si lo estuvieran asando vivo. Por más que intentaba calmarlo, el bebé no daba signos de tranquilidad. Los llantos se convertían en gritos desgarradores que se metían en la mente de él. Se desesperaba por no poder hacer nada y se ponía cada vez más nervioso. Cogió al pequeño y lo abrazó, lo acarició, lo cambió de posición, pero sin éxito. Rozaba el final de su paciencia cuando lo agitó con contundencia, desesperado, a ver si se callaba, para inmediatamente arrepentirse al ver la carita de sufrimiento del bebé.


— Lo siento pequeñín, lo siento, ven aquí bonito, ea ea ea...


Tras casi dos horas de gritos y gestos, el bebé se fue calmando. Se había tomado el biberón de la noche y lo puso a dormir en la cuna. Él se fue a la cama agotado.

Al día siguiente todo fue bien, pero los tres días siguientes fueron horribles. Su paciencia terminó el tercer día.

Cogió a su bebé en la oscuridad de su habitación y lo sentó, lo cogió y le dio golpecitos para que expulsara el aire. Las palmaditas cada vez eran más fuertes; el bebé lloraba cada vez más. Empezó a apretar su cuellecito, poco a poco, con los dedos primero, con toda la mano después, levemente. Le acarició la cabecita.


— Calla pequeñín, por favor, calla... ¡he dicho que te calles!


Entró en ira. Cogió al bebé en volandas con una mano en la espalda y otra en la cabecita y fue corriendo a la pared que tenía enfrente y estampó la cabeza del bebé contra ella. Notó como se descomponía esa cabecita pelona en su mano. La apartó para volver a estamparla de nuevo otra vez, y otra, y otra más. La pared, de un estucado blanco nuclear, adoptó un color rojizo, una mancha irregular con goterones que se derramaban pared abajo y restos que quedaban adheridos.

Tras un rato aguantando contra la pared los restos de la cabecita de su bebé, lo cogió, lo metió en la cuna y lo meció.


— Eso es, mi pequeñín, duerme... duerme.



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